Los científicos están alarmados por la aceleración del deshielo en la Antártida, hecho que supone mayor ritmo en el calentamiento del planeta y, por lo tanto, una reducción de la vida que le aguarda a la Tierra.
Recuérdese que no prosperó la iniciativa de convertir el continente polar en un parque mundial, libre del envenamiento que implica explotar sus recursos naturales buscando petróleo, oro, u otros metales preciosos. Contaminar las aguas de los glaciares que van a dar a nuestros océanos significaría acabar con las plantas marinas, con los peces y con nosotros mismos. En 1998 se runieron en Wellington, Nueva Zelanda, los delegados signatarios del Tratado de la Atártida, y no prosperó la propuesta de convertirla en un gran parque para disfrute de la humanidad y en resguardo de la salud de todos. La mayoría de países votaron en contra de la vida. El acuerdo sonó a sentencia de muerte. En la ciudad se dejó sentir una ruidosa protesta en la que los manifestantes desfilaban exhibiendo calaveras y guadañas. Los delegados solo sonreían mientras les colocaban en la solapa -como en la vestimenta de un espantapájaros- una escarapela con la leyenda: "Parque mundial". Desde entonces, la humanidad teme que, en veez de agua, la muerte venga de la Atártida.
Las fábricas pesqueras, con su humo tóxico que perfora la capa de ozono y la saguanza que arrojan a las aguas de los ríos, están acabando con las reservas naturales. Los barcos petroleros envenenan a menudo los mares con su marea negra. Las aves se desploman asfixiadas y los peces mueren envenenados. A su paso enloquecen las sardinas, los albatros enlutecen. Una mazamorra de podredumbre orgánica, grasa y aguas turbias y pestilentes avanza y mata las flores, contamina el mar, asesina toda forma de vida: peces, moluscos, algas y cualquier especie de alimento que proporciona la fauna acuática. Están en peligro las enormes ballenas y las menudas anguilas, los flamencos, esas aves que vuelan como banderas peruanas; la turística gaviota canadiense; el galinazo de cabeza roja (como maquillado de rubores); el siempre bien vestido de gala, a pesar del bochorno y e la inmundicia, el límpido pingüino; la bucólica tortuga verde; los bufeos circenses, más humanos que los humanos y más inteligentes.
Los incendios forestales y la tala incesante de bosques es otra de las constantes amenazas. Junto al gozo de leer un buen libro, una revista interesante o un periódico bien hecho, se apodera de mí la preocupación de saber que para su edición hay la necesidad de talar muchos árboles en fabricación de papel. El New York Times, solo en sus ediciones dominicales, consume en papel muchas hectáreas de bosque. Al año destruye tantas hectáreas como el más monstruoso incendio. Ante esta depredación, llegará un día que nos planteemos el dilema de elegir entre un árbol o un libro, aunque lo ideal sería leer siempre un libro bajo un árbol y no ver el árbol solo en las hojas de un libro.
Depende nuestro futuro del cuidado de la naturaleza, y el futuro también del planeta lo constituye el niño. Él tiene derecho a la vida y hay que preservar el planeta para él, educársele en el sentido de defender todo lo que está dotado de vida. Todo lo que le procura alimento, salud, gozo, paz, abrigo, descanso, satisfacciones materiales y espirituales (un pan, una fruta o una flor). Es decir, todo lo que constituye vida: el aire, un árbol, un manantial, el dulzor de una colmena,el aroma de la flores y el canto de los pájaros. Al niño hay que hacerle comprender que talar un árbol significa vulnerar su propia vida, pues este oxigena el ambiente que respira y habita, y depredar los árboles determina alteraciones climáticas irreparables que atentan contra el bienestar de los seres vivos. Incentivar su amor por la naturaleza signfica inculcarle el sentimiento de la paz. Hacerle comprender que la guerra significa destrucción y muerte y que solo el hecho de derribar un árbol es ya un acto de guerra.
Nadie más indefenso y desprotegido en el mundo que el niño, nadie más expuesto a toda clase de villanías y lastimaduras; millones de niños sobreviven en el desamparo más lacerante; antes de cumplir los 5 años, millones de niños perecen. Existen niños pordioseros, incluso ya antes de nacer; padeciendo desde su gestación y durante su lactancia en los brazos de sus madres en soledad; niños enfermos que son aniquilados en la calles y otros a quienes se recluta como soldados de guerra; los niños huérfanos, desgarrados y desplazados por el terrorismo; niños presos en la fatiga del trabajo diario; a los que no se les permite levitar, escalar a la Luna, soñar, entretenerse, jugar, ni ir a la escuela, niños músicos y pintores, niños danzantes y cantarines que no conocerán jamás una caja de colores, una flauta dulce, un antifaz, el escenario de sus fantasías; niños aislados en los páramos de los Andes, en la planicie lunar de los desiertos; en las exubernates junglas y litorales del Caribe; niños excluidos de los informes estadísticos, casi fantasmales, que no reciben ninguna asistencia de salud ni educación, son los niños sin rostro, sin nombre, sin nacionalidad, sin hogar, hijos de la intemperie y de la nada.
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