Pensando en los enérgicos dibujos del Pegaso, nos preguntábamos si con aquel horripilante vaciado, con lo que faltaba, no se quería señalar justamente un motivo principal de la pintura. Pero ahora, partiendo del torrente de imágenes accesorias, de la acumulación de sufrimiento humano y animal pretendíamos añadir a los significados un lamento por la huida de Pegaso, teníamos que dar la razón a los críticos que exigían a la obra un mensaje de agitación y que censuraban su carácter impenetrable y fragmentario. Aquí se enfrentaban dos concepciones distintas del realismo, decía Ayschmann. La desfiguración dolorosa del ser humano bajo la furia de la destrucciópn contradecía a la opinión del Partido de que el combatiente debía conservar en todas las situaciones la fuerza y la unidad. En el cuadro había rasgos grotescos garabateados de forma casi infantil, no aptos para la defensa de la causa del proletariado. Las fuerzas antagónicas presentes en el cuadro, unidas en una síntesis, liberaban un combate encarnizado antes de que la enseñanza que ofrecía Picasso se hiciera accesible a la reflexión. Se había levantado la capa exterior de la realidad. La opresión y la violencia, la toma de conciencia de clase y la toma del partido, el miedo a la muerte y el valor heroico se mostraban en sus funciones elementales y dinámicas. Al componerse en una nueva unidad lo desbaratado, se oponía al enemigo una resistencia invencible. El cuadro con su horrenda llaga, volvía a plantear en pleno ataque a todo lo viviente la cuestión del arte, mas no por ello se reducía su eficacia.
El elemento destructor que había caído sobre España no sólo quería destruir hombres y ciudades, sino también aniquilar la capacidad de expresión. En la serie que tituló Sueño y mentira de Franco, el Caudillo, retratado en forma de molusco con varias trompas, atacaba primero con un zapapico la imagen de las artes y, rodeado de alambradas, ofrecía sacrificios a los ídolos del dinero; luego, el toro furioso lo corneaba , y los rostros humanos arrasados por el llanto se alzaban hacia las etapas del duelo a vida o muerte, hasta que al final sólo quedaba la mujer arrodillada frente a las ruinas de la casa, con el cadáver del niño en brazos. Aquellas obras contenían todavía muchos mensajes ocultos que podrían buscarse en el futuro.
El bombardeo de la ciudad vasca de Guernica por aviones alemanes de la Legión Cóndor, la tarde del veintisiete de abril de mil novecientos treinta y siete, fue una señal; en el espacio plano y repleto de aquella cocina parecían gestarse devastaciones todavía mayores. La puerta que había detrás del rabo del toro estaba abierta, y junto a la ciudad que perecía bajo la tormenta de fuego el espacio se abría hacia lo lejano. Aquí quedaba fijado el fragmento de una profecía, bajo una luz estridente, y como la bombilla del techo, colgada de un cable retorcido, podía apagarse en cualquier momento, habían traído otra luz más segura, la del quinqué, y esta luz era la luz de la conciencia, de la razón.
En los bocetos, el toro, que al principio ocultaba casi, por su tamaño, las restantes figuras, cedía cada vez más terreno al caballo, derribado primero, encabritado después, que exhibía desde el principio su herida mortal. Así, según discurría la guerra, el toro español se acercaba a una posible retirada, mientras que el caballo, atravesado por la lanza y azotado por una lluvia de flechas, asolaba el centro con su furia.
El cuadro nos instaba a utilizar la primera impresión como punto de partida para analizar lo dado y examinarlo desde distintas perspectivas, para recomponerlo y, de este modo, apropiárnoslo; así se confirmaba la regla que yo conocía de las indagaciones artísticas más antiguas.
(Continuará)
de "La estética de la resistencia". En Humboldt
(República Federal de Alemania) Año 34/1993 Nº 108
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