Los orígenes de la ciencia están en el trabajo productivo que es el organizador de toda la cultura. El afán de sobrevivir hizo que la especie humana se las ingenie para llegar a hacer uso de materiales de su medio circundante, convertirlos en herramientas susceptibles de facilitarles la consecución de bienes para su vida. Este proceso, que comenzó hace unos dos millones de años, es el proceso de implementación técnica que fue la antesala de la ciencia. Antes de hacer ciencia, los grupos humanos realizaron una larga actividad práctica mediante la cual encontraron procedimientos eficientes para solucionar diversos problemas de la vida cotidiana, de la producción y de la guerra. Estos procedimientos se lograron usando el conocido camino del ensayo-error: después de largos y pacientes ensayos se lograban los mejores procedimientos o técnicas para solucionar los problemas.
La llamada Primera Revolución Industrial –la del siglo XVI– es casi enteramente fruto de la destreza de los artesanos bajo el impulso del nuevo sistema capitalista, con su remuneración a la empresa productiva. Los progresos de la minería, el molino y el barco contribuyeron conjuntamente a una elaboración de la mecánica, que constituiría la base de la revolución de doscientos años más tarde y serviría de inspiración para la generación de científicos en el siglo XVII.
Las grandes transformaciones que caracterizaron a la Revolución Industrial –de la madera al carbón como combustible, de la madera al hierro como material, de la energía animal e hidráulica al vapor, de la acción simple a la acción múltiple en los telares mecánicos– son todas ellas producto de la inventiva de los trabajadores que actuaban, como hemos visto, bajo el triple impulso económico formado por la necesidad de ampliar los mercados, la escasez de los materiales tradicionales y los embotellamientos de la producción debidos a la fuerza de trabajo. Fueron posibles por la existencia de capital disponible para construir las nuevas máquinas. Todo ello pudo haber ocurrido sin la ciencia, pero no hubiera tenido lugar tan fácilmente. En realidad, el mismo progreso, interés y rentabilidad de la nueva maquinaria servía para atraer y engendrar la ciencia, que se costeaba por sí misma. Los científicos se convirtieron en ingenieros y los ingenieros adquirieron conocimientos científicos.
El dominio de los hombres prácticos, del mecánico y de su patrono, el empresario industrial, se mantuvo muy bien hasta el siglo XIX. La precisión de la metalurgia, sobre la que se basa toda la industria moderna, se ideó y realizó en los tornos y bancos de trabajo por obra de los mismos trabajadores y por su propia iniciativa. Solamente en los nuevos campos de la química y la electricidad podía el científico, o quizás el aficionado con cultura científica, tomar la delantera en el diseño de nuevos procesos y nuevos instrumentos.
El nuevo tipo de organización de los trabajadores científicos –aparecido primero en Inglaterra y que se difunde en la actualidad a otros países–tiene claramente un carácter sindical, que considera la existencia de la ciencia como un nuevo factor en la industria y en la agricultura y al trabajador científico como un tipo distinto, pero no esencialmente diferente, de trabajador técnico. Ello dio como resultado la fundación en Gran Bretaña en 1917 de un sindicato especial, la Assocation of Scientific Workers. En otros países con diferente estructura sindical, en la que todos los trabajadores de una industria determinada pertenecen al mismo sindicato, se ha llegado a una asamblea de trabajadores científicos de los diferentes sindicatos en la que se discuten los problemas comunes. En los países con organización sindical más débil, o donde los científicos no suelen pertenecer a los sindicatos, se han formado asociaciones independientes cuyos objetivos se limitan generalmente a garantizar a la ciencia un lugar adecuado en los respectivos países. Muchas de estas asociaciones se ha federado en la Federación Mundial de Trabajadores Científicos, fundada en 1946.
El objetivo de estas asociaciones es doble: en primer lugar, como sindicatos, velar por los intereses y condiciones de trabajo de sus miembros, tarea tanto más necesaria cuanto que el trabajador desorganizado de hoy está muy poco protegido contra la explotación, y, en segundo lugar, ocuparse de la utilización apropiada de la ciencia en la economía nacional y en los asuntos internacionales. Como dice el preámbulo de la Carta de los trabajadores científicos:
“Los trabajadores científicos solamente pueden responder a sus obligaciones hacia la sociedad si, y sólo si, trabajan en condiciones tales que les permitan hacer pleno uso de su capacidad.
“La principal responsabilidad en el mantenimiento y el desarrollo de la ciencia debe recaer sobre los propios trabajadores científicos porque solamente ellos pueden comprender la naturaleza de su trabajo y la dirección en que es necesario progresar. La responsabilidad en la aplicación de la ciencia, sin embargo, debe ser conjunta de los trabajadores científicos y de la población en general. Los trabajadores científicos nunca han pretendido ni pretenderán controlar el poder administrativo, económico y técnico de la comunidad en que viven. Pese a todo, tienen la obligación especial de señalar los casos de descuido o abuso del saber científico que puedan tener consecuencias perniciosas para la comunidad. Al propio tiempo, la comunidad misma debe ser capaz de estimar y emplear las posibilidades ofrecidas por la ciencia, cosa que sólo puede conseguirse mediante la difusión de la enseñanza de los métodos y los resultados de las ciencias naturales y sociales”.
En la posguerra han surgido otras organizaciones más “profesionales” y menos sindicalistas, pero preocupadas todavía por los efectos sociales de la ciencia. Las más conocidas son el movimiento de Pugwash y el de Linus Pauling, que se ocupan de la responsabilidad que tienen los científicos de revelar los peligros de la guerra moderna y de exigir la aplicación de la ciencia a finalidades constructivas.
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