sábado, 7 de marzo de 2009

DISCUSIÓN SOBRE EL GUERNICA (I)

Una de las mejores creaciones del gran pintor Pablo Picasso, el Guernica, es analizada, artística y políticamente, por el escritor alemán Peter Weiss en su libro "Estética de la resitencia". Entre estas interpretaciones, que abarcan otras obras como "El castillo" de Franz Kafka y "La balsa de la Medusa" de Géricault, figura una discusión entre dos trabajadores sobre el "Guernica" de Picasso. A continuación reproducimos la primera parte de un fragmento del libro.

Ayschmann abrió el ejemplar de Cahiers de l'Art; la revista contenía reproducciones de las distintas etapas del desarrollo del Guernica hasta su forma definitiva y estudios preliminares. En su negro de tinta y sus tonos de gris, el suplemento desplegable dejaba adivinar que el cuadro, que medía unos tres metros y medio de alto por ocho de ancho y que se había expuesto por primera vez un año antes, en el Pabellón de la República española en la Exposición Internacional de Paris, no tenía ningún otro color. Al instante, el cuadro, que sosteníamos con los brazos extendidos, se recortó de forma muy extraña sobre el verde azulado liso y enormemente luminoso de las hojas de los naranjos. Representaba algo completamente nuevo, incomparable. Los conos de luz y las sombras de agudas aristas, los rostros y miembros mastodónticos se interpenetraban con sus superficies planas, las duras diagonales y verticales se contraponían con crudeza y violencia a la espesura profunda e inmóvil que nos rodeaba. El aire estaba saturado del canto metálico de las cigarras. De la ciudad no llegaba sonido alguno. Al cabo de un rato, la composición, con su pirámide central de figuras y sus formas que se proyectaban hacia los lados, adquirió corporeidad.

Sin comprender aún todo lo que aparecía entre nosotros, vimos lo que ocurrió en España. El cuadro contenía, reducidos a mazazos a un lenguaje de unos pocos signos, la aniquilación y la renovación, la desesperación y la esperanza. Los cuerpos estaban desnudos, destrozados y deformados por las fuerzas que se abatían sobre ellos. Como girones de llamas se alzaban los brazos rígidos, el cuello alargado, el mentón proyectado hacia lo alto, las facciones deformadas por el terror, y el calor del horno lanzaba al aire un cuerpo carbonizado, encogido y retorcido como una tuerca. En una línea oblicua que arrancaba de la parte inferior derecha, la mujer agachada salía de su negrura y penetraba en la cuña de luz; los pies, las piernas, fragmentos de materia pesada como la tierra, la llevaban todavía, las manos volaban sin fuerza, como arrastradas por una poderosa corriente, hacia atrás, pero la cara seguía muy alta, con la mirada dirigida hacia la luz del quinqué introducido en la instancia por un puño apretado como un nudo en el que acababa un brazo hinchado. La mujer de la izquierda, encogida como un ovillo, con la mano abotargada, sostenía el brazo de un niño; los tristes piececitos, las manos colgando como harapos pisoteados: no podía estar más muerto. Inmediatamente por encima del perfil del grito de la mujer, de la lengua afilada que le salía de la boca, se alzaba vigilante la cabeza del toro debajo del que ella había buscado refugio; allí estaba plantado, resoplando, macizo, haciendo restallar la cola con un brusco latigazo hacia arriba, y los ojos humanos mirando fijos al frente.

Sobre la estatua derribada del guerrero, blanca de escayola pero con las manos horriblemente vivas, la una de líneas abiertas, la otra aferrada a la empuñadura de la espada hecha pedazos, abría sus extremidades el caballo, desmembrado en protuberancias y músculos, con una enorme herida abierta, atravesado por la lanza, caído de rodillas pero todavía coceante, peligroso, bramando con la boca abierta en una mueca torva. Hacia las crines ondeantes avanzaba aquel muñón en el que se prolongaba un brazo como una nube que sostenía la mísera lámpara de petróleo, como las que había en las casas de los campesinos, y había algo inefable en el amplio movimiento con el que se introducía la vieja lámpara por el estrecho ventanuco aquella Niké que apoyaba en el pecho la otra mano, una mano en forma de estrella. Su rostro que dominaba la escena y venía de lo infinito, salía del interior del edificio y se abría paso a la ligereza de un fluido por debajo del tejado, hacia afuera, pasando junto a un muro escalado, y en el mismo movimiento vovía al interior, a la miserable estancia alargada en la que aquel atardecer apocalíptico se desarrolaba iluminado por el sol eléctrico de la lámpara de cocina, junto a cuyo destello frío la llama mortecina del quinqué permanecía intacta y serena en su tubo de vidrio. Estos esran los primeros rasgos que podían reconocerse en la pintura, pero que acto seguido podían interpretarse de otro modo; cada detalle poseía múltiples significados, como los elementeos que componen la poesía. Tal vez el gesto de la mujer que se inclinaba hacia el centro fuera más bien la humildad, nos decíamos, y las manos que se agitaban vacías nos contaban que acababan de depositar a un muerto en el suelo, y tal vez los brazos cortados y abiertos del que yacía ante ellas recordarán el gesto de aquel a quien descolgaron de la cruz. De la mano contraída sibre el pomo de la espada brotaba, delgado y borroso, el tallo de una flor; sobre la mesa oscura, delineada apenas al fondo de la imagen, agitaba las alas un pájaro informe, tal vez una paloma, con el pico grande y abierto, y el dibujo de las líneas de la palma de la mano del caídose reproducía en las manos de las mujeres y del niño y también en las pezuñas del caballo; todo estaba relacionado con todo, cada cosa se vinculaba a cada cosa, todo estaba sometido a una misma ley en el escenario de aquel granero, aquella cocina, aquella cotidianidad dominada por lo extraordinario. Los bocetos de la revista, los dibujos, las primeras versiones del cuadro mostraban que el toro y la mano que acudía con la luz de repuesto dominaban de buen principio la visión, y como el toro se hacía cada vez más humano y el caballo ás bestial, creíamos ver en el Tauro la firmeza del pueblo español y en el caballo tuerto, sombreado con la mano crispada, la guerra odiada que habían traido los fascistas. Y si en una serie de grabados que preparaban el tema del mural el caballo aparecía como un monstruo repugnante de rasgos que recordaban los del Generalísimo y el toro se mostraba como fuerza superior, si en los dibujos a lápiz el jamelgo frenético salía una y otra vez con los miembros factos y estrangulados, mientras que el toro permanecía en actitud de triunfo, también se podía distinguir en otros bocetos, si se observaban con atención, indicaciones que apuntaban a otro significado. Pues en uno de ellos salía de la herida abierta en el cuerpo del caballo un potrillo alado que reaparecía, más tarde, montando con gracia el toro domado y ensillado. En la versión pintada no aparecía, o se había transformado en una paloma, pero la herida negra en forma de rombo había crecido, desagradable casi, hasta atraer una y otra vez la atención del observador. Con semejante boquete en el cuerpo, el animal ya no podía tenerse en pie, el alma ya debía de habérsele escapado por la herida.

(Continuará)

Weiss, Peter. Discusión sobre el "Guernica". Un fragmento
de "La estética de la resistencia". En Humboldt
(República Federal de Alemania) Año 34/1993 Nº 108

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